Lo reconozco. Yo compré un carrito. Como "todos" los padres. El mejor posible. De los mejores, el mejor. Y leí sobre ello. Pero parece cierto que "cuando un tonto agarra un camino, o se acaba el camino o se acaba el tonto". Eso ocurría. A veces nos centramos tanto en algo que no somos capaces de ver más allá. Como los pobres caballos, con los ojos casi tapados para que no desvíen la mirada. A El Corte Inglés, tarjetazo y a empujar.
Han sido los mil y pico de euros peor malgastados por sus abuelos, que se lo regalaron con mucho amor y nuestras orientaciones. Y me pueden tachar de radical, pero un carrito no hace falta para nada, salvo para llevar la compra, los chaquetones de sobra y la cantidad de estupideces que con una buena previsión dejaríamos en casa.
Otra vez nos damos de bruces con la naturaleza. Nos caemos de boca en la candela. Tropezamos. Y es que el instinto vuelve a ser el viejo sabio que asoma a la cabeza y los corazones de los que se dejan. A los niños hay que llevarlos en brazos. Es muy simple. No hagan caso de pediatras comprados, psicólogos trasnochados, familiares y amigos que intentan hacerles ver lo contrario. No me hagan caso a mí, por supuesto. Sólo déjense llevar por el momento, por lo que les dicten sus entrañas.
Tendemos a interpretar como malo aquello que tiene que ver con los sentimientos, porque parece que contraviene a la razón. Nada más lejos de la realidad. Identificamos lo moderno con lo mejor y radicalmente opuesto a lo tradicional, lo antiguo, lo rural y lo primitivo, que pasa a ser lo peor. Esto no tiene razón de ser. Hacemos lo que manda la masa y seguimos aborregados los dictámenes de la publicidad y lo comercial. Nos engañamos a nosotros mismos privándonos y privando a nuestros pequeños de una vida placentera y saludable por el qué dirán, por aparentar, por ostentar un poder en una jerarquía absurda. Además, lo que hacemos, lo que hacen todos, si no es lo mejor, no puede ser malo ¿no? Pues voy.
Numerosos estudios han demostrado que llevar a los niños en el carrito, especialmente durante los primeros meses y años de vida, produce un desarrollo mermado de sus capacidades lingüísticas, motoras y espaciales. Desde que a partir de los sesenta se inventaran las sillitas o carros plegables con distintas funciones, se estila además, llevar a los niños mirando hacia delante, con lo que el contacto visual con sus padres, o quien los pasee, es menor. Incluso se ha podido medir que aumenta el ritmo cardíaco e influye en los patrones de sueño, originando más estrés y ansiedad en los bebés.
Por si fuera poco, el aumento en el uso de minicunas y carritos hacen que el bebé pase cada vez más tiempo acostado. Cuando esto ocurre durante los primeros meses de vida, mientras el cráneo es moldeable, se corre mayor riesgo de producirle una plagiocefalia (deformación del cráneo) al bebé, y después es probable que queramos corregirle ortopédicamente con molestos cascos terapéuticos. Otras veces esto viene predeterminado por problemas en la gestación o partos instrumentales donde se han usado fórceps, ventosas y demás maniobras salvajes. Sí, han leído bien: me parecen salvajes. Pero en el sentido peyorativo del término, sin ninguna connotación positiva.
Vemos como tribus y civilizaciones, actuales y antiguas, portan a sus bebés en la espalda, con fular, mei tai, pouch, bandoleras... (el manos libres de la no sofisticación) y muchos piensan que se trata de algo vulgar o una moda snob, hippie o barriobajera. Y son ellos los ignorantes, los que no están en la onda o como quieran decirlo.
Confiemos en nuestro instinto. Una madre (y un padre) siente la necesidad imperiosa de coger a su hijo, arroparlo en su regazo y mimarlo. Quiere cantarle, mirarlo a los ojos, no perder su mirada, que no le roce ni el aire. Si pudiera, volvería a fundirse con él, aunque hay lazos que jamás se pueden romper y que por mucha distancia física que exista siempre estarán ahí. Pero el roce hace el cariño. El contacto y el apego son fundamentales para el desarrollo de los vínculos afectivos necesarios para una evolución plena y emocionalmente saludable. Una madre quiere sentir el calor de su hijo y darle el suyo para arroparlo. Lo necesita. Y con ello está contribuyendo precisamente a cubrir las necesidades básicas del bebé. Además, al llevar a su hijo en brazos, aunque parezca que el niño participa pasivamente de las actividades del portador, está aprendiendo el ritmo, las inflexiones del lenguaje, el comportamiento y la conversación con otras personas, el movimiento, las vistas... Algo que no percibe el niño que va tendido en el carrito. El cielo azul es precioso, las nubes pueden sugerir figuras... pero no podemos limitar las experiencias del bebé a un carrito: paraguas, capota, cielo... y de vez en cuando alguien que se asoma a ver el espectáculo.
Cuando una madre (o un padre) coge en brazos a su bebé, esta creando un ambiente de intimidad. La oxitocina, hormona del amor, ayuda a la producción de leche materna y a cerrar el vínculo. El niño recuerda los vaivenes que tanto le gustaban mientras estuvo en el útero y alcanza el sosiego. Se siente seguro y esto le lleva a la independencia y a aumentar su autoestima. Es partícipe de la vida de sus padres y experimenta el mundo desde el balcón de los brazos de mamá y papá, sin miedos, sin sufrir el peligro de la soledad. Puede mamar a destajo y expresar sus anhelos porque mamá lo va a notar rápidamente y está ahí, pegada a él para satisfacerle.
No puede uno más que rendirse ante lo natural cuando un bebé estira sus bracitos contento esperando a que lo cojan. El llanto de un bebé es insoportable. Remueve nuestras conciencias más primitivas, pero hay quien se hace inmune y se acostumbra escudado en falsos mitos y recomendaciones variadas. Yo al menos no puedo, pude ni podré resistirme a coger a mi hija cuando me sonríe, cuando llora, cuando viene hacia mí... En todo momento. Porque lo siento así. Quiero vivir con intensidad cada minuto. Cuando tenga 15 años estará tan inmersa en descubrir sola el mundo, conocer nuevas amistades, encontrar el amor... que no la tendré a mi lado físicamente para abrazarla a mi antojo y jugar con su inocencia. Dejando a un lado este egoísmo, y aunque no fuera así, es lo que siento. Quiero llevarla conmigo, no despegarme de ella y más que malacostumbrarla o malcriarla como dicen algunos, más que tener que pedirle que se eche abajo, es ella la que cada vez más quiere huir de nuestros brazos por sí sola con la seguridad de que sus padres SIEMPRE, de una forma incondicional, están ahí. Me gusta, me encanta pasear con su cabecita en mi hombro cuando está cansada, que venga corriendo a mis brazos con sus risa cuando me ve, que se quede dormida a pierna suelta encima de mí después de una agotadora y divertida tarde de juegos, sentir su respiración en mi cuello, ver sus cachetes colorados al lado de mi mejilla, que manche mi camisa de sus churretes... ¿Cómo me puede decir nadie que es malo que yo la abrace cuando me dice con su entrañable vocecita: -"Papacito, cógeme"?