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martes, 6 de diciembre de 2011

Quiero tener otro

 

 Un himno de los que defendemos un parto respetado y una crianza natural.


    Esta es la propuesta de mi mujer. Antes de bajar a escribir en el blog, me dice esto y se queda tan pancha. Aitana estaba en sus brazos plácidamente dormida. Preciosa. La he besado antes de ponerme frente a la pantalla y salir del salón. Me tiemblan las piernas de miedo. Mucho miedo.

    Sé que es una contradicción. O no. Aquel que entre en mi blog sabe que se respira un amor absoluto por mi hija. Inmenso, incondicional. Además me encantan los niños y siempre había querido ser padre de tres o cuatro. Curiosamente, cuando tenía 20 años decía que "todos los que me permitiera mi economia". Ahora me doy cuenta, sin ser ningún "millonatti", que no importa el dinero. A mí me importa el tiempo. Y el tiempo de calidad.

    Ahora que soy padre, conozco la responsabilidad y la dedicación que conlleva. No es ningún sacrificio. De hecho pienso que nací para ser papá: no hay nada que me llene más. He encontrado mi "elemento" (tributo a Ken Robinson) emocional en mi vida en ello y aunque renuncio a muchas de mis aficiones por el tiempo dedicado, veo lo importante que es para mí y lo fuerte que es el vínculo que tengo con mi hija. Me sirve para afianzar más aún si cabe lo que siento. Claro que me gustaría leer montañas de libros recostado en el sillón. Ya tendré tiempo. Y si no lo tengo, más me ha valido la pena cambiarlo por horas de risas bailando el chuchuwa con mi niña. Estoy ansioso de festivales flamencos, pero más me emociona ver cómo ni niña se pone sus tacones y menea su cuerpo mientras le jaleo. Sueño con viajes por Asia en plan mochilero, pero mi hija me hace soñar cuando me revuelco con ella en el parque, cuando preparamos entre los dos la comida, cuando se duerme en mis brazos, cuando me corretea para que la pille...

    Temo que con otro bebé en casa no pueda dedicarle el tiempo que necesita y al que está acostumbrada. Me cuesta repartirme cuando se trata de Aitana. Quiero ser padre en exclusiva. No sé además si es una postura egoísta o solidaria. Por más que lo pienso, no acabo de decidirme de una vez. Todo el mundo me dice que les inunda la duda de si van a querer igual a su futuro hijo cuando saben lo inconmesurable que es el amor, la pasión que tienen por el primero. Pero que después se disipa y hay para todos. Que el pequeño se hace mayor y su independencia provoca que no requiera la misma dedicación. No acabo de creérmelo. Siempre hay un trato distinto. Y no es que sea malo, pero a veces alguno se siente desfavorecido o lo es en sí. No quiero perjudicar a Aitana y tampoco al que llega. Me encantaría darle lo mismo a ella que a su futura hermana o hermano (no me refiero en ningún momento a lo material) y tengo la impresión de que no sabré hacerlo o que sencillamente no se puede, al menos desde la crianza que defiendo.

    Después veo otras parejas con más de un hijo y me tranquilizan. Pero aún así, tengo miedo a equivocarme y a las posibles complicaciones de un parto, problemas congénitos acarreados por mi enfermedad, que sea un parto no respetado, que surjan inconvenientes para mi mujer... Los quiero demasiado para correr riesgos. Y en el fondo, estoy deseando vivir de nuevo experiencias similares. O quizás mejores. ¡Aitana ha puesto el listón tan alto! Puede que no esté muy acertado y no haya un mejor ni peor, sino sólo un distinto. Nada más que eso. El pánico se apodera de mí aunque es más que probable que me quite esta coraza, me deje llevar por mi instinto y nos pongamos manos a la obra. Bueno, con las manos no se hacen los niños, pero es un decir: ustedes me entienden. Las manos para acariciar.

    Y no sé por qué (o sí) aireo tan fácilmente mis intenciones y mi vida, pero ya tengo confianza contigo. Me gusta que se me vea el plumero (no confundir con la pluma, que no hay). Porque si voy de frente, todo el mundo me conoce. Y hay muchos a los que creo conocer y después no es así. No pierdo nada, por más que haya a quien le parezca todo esto sensiblería barata. Me da igual. Prefiero llegarle a alguien que vive con esta intensidad la paternidad y la maternidad a pesar de que en el camino haga el ridículo para otros cuyos intereses son bien distintos. Y estoy seguro de que lo que siento ante el "quiero tener otro" de mi mujer, lo han sentido y lo sentirán más padres que miman. Con que sirva mi reflexión en alto para acompañar a un padre (o una madre) indeciso como yo, me siento más que satisfecho. Y no doy soluciones ni sé cuál es el mejor camino ahora. Sólo me abro en la red y os dejo entrar. A deshojar la margarita (no es tan sencillo: se trata de dar vida): ¿lo tengo o no lo tengo?

viernes, 18 de noviembre de 2011

Mi parto


 


    Como ya he anunciado en alguna ocasión, me debo una crónica (siento que tenga que ser extensa) del nacimiento de mi hija Aitana: "mi parto". Sí, también mío, porque aunque la naturaleza me haya privado de poder engendrar a un bebé y dar a luz, no ha podido robarme la experiencia, gracias a que mi pareja quiso que la acompañara en este momento, de ver nacer a quien ocupa hasta el más recóndito hueco de mis entrañas.

    Leyendo en voz alta "La Revolución del Nacimiento" (de Isabel Fernández del Castillo) en la cama, nos dieron casi las dos de la madrugada. Nos rindió el sueño y apagamos la luz. Tres cuartos de hora más tarde una fuente de vida se abrió paso: Sara rompió aguas. Y poco a poco salió el tapón. Era agua limpia, cristalina, caliente... No olía. No sé por qué motivo hice un hueco en mi mano y probé el mar donde había navegado mi hija durante 39 semanas ante la mirada atónita de Sara. Sorbí porque quería vivir cada momento y experimentarlo. Era algo salada, pero agradable. Mi hija lo tragaba a diario: ¿por qué no iba a hacerlo yo?

    Mientras Sara se dio una ducha, recogí algunas cosas innecesarias para llevarnos al hospital. Yo también rompí la fuente: hasta 14 veces oriné antes de irnos. Le pregunté si se sentía con fuerzas para tenerlo en casa (ya lo habíamos hablado) y su respuesta fue la misma de siempre: "no estoy del todo segura". Llamamos a los dos hospitales que habíamos previsto para que atendieran el parto por si estaban de guardia los matrones o matronas con los que meses antes habíamos hablado, conocedores de que ellos respetaban la voluntad de la mujer de decidir cómo parir y apoyaban los partos naturales. No hubo suerte. Aunque habíamos presentado un plan de parto, no siempre te respetan.Ya haríamos valer nuestros derechos. Y así sucedió.

    Estuvimos casi cinco horas en casa, mientras notaba contracciones dispersas y dilataba poco a poco, en tranquilidad. Sara se puso a hacer ganchillo con sosiego: eran unas gasas para Aitana que le faltaban cuatro detalles. No llamamos a nadie para evitar rivalidades ni favoritismos entre ambas familias: todos quieren ayudar. Yo no iba a conducir porque debido a mis problemas cardíacos dejé de hacerlo hace un tiempo. Un taxi nos llevó al hospital, a 5 minutos de casa. Llegamos, insistimos en que quería cama, una revisión inicial, nos dieron habitación y a esperar. Avisamos después a algunos familiares que nos acompañaron hasta las 6 de la tarde, cuando ya las contracciones venían cada 15 ó 30 segundos. Sólo un par de tactos, 10 minutos de monitorización, plena libertad para andar ayudando a dilatar. Sin sueros, sin vía, sin enemas, sin oxitocina sintética, sin rasurar, sin ayuno... No hubo agobios ni imposiciones y aún así, como era de esperar, las dilatación se estancó durante unas horas. Varios paseos por el pasillo abrazados hicieron el resto y todo estaba dispuesto.

    Dolía demasiado, casualmente cuando una matrona con poca vocación y algo de mala leche le dijo que no empujara, que sólo estaba de 4 centímetros. Sara ya la sentía y dio un grito: "Yo empujo". Se acercó una ginecóloga, amablemente le pidió permiso para hacerle un tacto. Y efectivamente ya estaba ahí. Ella se había tomado la molestia de leer el plan de parto y nos dejaron solos en una habitación, en la cama, con hilo musical y nada más. La epidural y todo lo sintético se quedó en la vitrina. Y el potro obstétrico, allí en la habitación de enfrente.

   Y agarrada a mí con una mano, la otra en una de sus piernas y casi sentada en la cama (quería hacerlo de pie, pero le temblaban demasiado las piernas), entró en trance. Estaba como perdida, concentrada, sintiendo cada contracción y cómo bajaba Aitana. Ya no dolía tanto: la esperanza del nacimiento y el cuerpo, que es sabio, apaciguaron el dolor de forma natural. Ya asomaba la cabeza tímidamente, ella lo sentía y yo veía nacer a mi hija. El personal médico respetó los tiempos. Sólo se acercó un par de veces a la puerta entreabierta preguntándonos si iba bien. Salió su cabecita y Sara se relajó. Yo la estaba viendo salir. Me latía el corazón más rápido que nunca. La emoción me dejó perturbado pero atento, nervioso pero calmado, compungido, con ilusión: la mayor ilusión que he sentido (y creo que sentiré) nunca.

    Me pidió que llamara a la matrona. Entró la ginecóloga y una matrona. Ya estaba casi todo hecho. No hizo falta episiotomía. Ya iba a nacer, pero las contracciones desaparecieron. Un último empujón y a Aitana no le dio tiempo de rozar las sábanas cuando Sara entre gritos de alegría y lágrimas en los ojos la cogió con sus manos y la abrazó en su pecho. Llorábamos los dos, aferrados a nuestra hija. Ya estaba aquí, era preciosa: ¡Qué bonita es! ¡Qué bonita es!

    Mi hija estornudó limpiándose y se mordía los puñitos mientras la acariciábamos. Resbalaba, toda cubierta de vérmix. Yo tenía el cordón agarrado con una de mis manos, esperando a que dejara de latir. Al rato,  lo corté. Ya estaba unida a nosotros por lazos más fuertes. Poco después salió la placenta.

    No nos separamos ni un momento desde que llegamos al hospital. Siempre estuve con Sara a pesar de que en algún momento intentaron que me fuera . Tampoco me separé de ella y de mi hija cuando nació. No nos la arrebataron. Siempre con mamá. Otras veces en mis brazos. Al cuarto de hora de nacer ya estaba mamando. Cuarenta minutos saboreando una teta. Diez con la otra y a la habitación. Era evidente que el útero se había contraído bien. No había sangrado, ni restos. Seguíamos llorando. Besamos a la ginecóloga por habernos respetado e incluso hubo una matrona que también lloró. El parto fue precioso. Sara salió al pasillo con una sonrisa y diciéndole a nuestra familia que quería volver a vivirlo. Aquello fue maravilloso para todos.

  Y así, en su cama, pegada a mamá estuvo Aitana desde que nació el 2 de enero de 2010 a las ocho y diez de la tarde, con calor y teta. La cuna nos parecía fría y cruel. Estaba mejor en el regazo de su madre y en mis brazos a ratos. Ni una vacuna, ni un pinchazo, no queríamos que la lavara un extraño bajo un grifo: ya habría tiempo en casa para que nosotros le diéramos su primer baño. Yo le curaba el ombligo...Y así sigue. Ahora mientras escribo, 22 meses después, Aitana está durmiendo la siesta con su madre, mamando, con el calor que le dio al nacer. Y así duerme de noche, los tres en la misma cama. Y así ha ido durante el día, en los brazos de sus padres.

    Llegaron los Reyes al Hospital y yo seguía llorando de emoción. Me llamaban los amigos y volvía a llorar. Parecía que el baile hormonal que sufre la mujer tras el parto Sara me lo había contagiado. Hace poco leí que la testosterona baja de nivel cuando se tienen hijos, con la crianza en sí. Yo la debía tener por los suelos y así ando, que quien no me llama blandengue me llama "marujo" por expresar mis sentimientos, por vivir la paternidad con intensidad y conciencia, porque mi hija me ha trastocado los esquemas de valores y mi concepto de felicidad.

   Así lo viví yo y así lo vivo. Y aunque podría tirarme horas escribiendo cómo lo percibí, creo que nunca tendré palabras para expresar cómo fue realmente. No existen, sería limitar un sentimiento, cortarle las alas a algo tan bonito...

lunes, 19 de octubre de 2009

El Hospital La Plana promueve el método "papá-canguro" en partos con cesárea


       El prestigioso pediatra Carlos González comenta en su libro "Un regalo para toda la vida. Guía de la lactancia materna" (Madrid, Temas de hoy, 2006) que "(...) En la cesárea cortan la barriga, no la leche; los pechos funcionan perfectamente (...) Hay hospitales en que los niños nacidos por cesárea maman antes de una hora; hay hospitales en que el bebé está en contacto piel con piel (y mama, si quiere) mientras el médico acaba de coser la herida. Pero también hay hospitales en que el bebé nacido por cesárea está separado de la madre durante seis o doce horas (¡o más!), en que nadie ayuda a la madre a encontrar una posición cómoda para dar el pecho sin que le duela la cicatriz. Un pequeño problema inicial puede crecer como una bola de nieve; si se pone tarde al pecho le habrán dado algún biberón en ese tiempo, se cogerá mal, la madre tendrá grietas... (...)" evidenciando así la importancia de la MADRE´en el proceso.

    A falta de pan, buenas son tortas. Y a veces muy buenas, ya que es infinitamente mejor darle la oportunidad al bebé y al padre de gozar del conacto piel con piel, que apartar al recién nacido de sus progenitores durante horas. El Hospital La Plana, como se puede leer en el artículo cuyo enlace se cita más abajo, promueve el método "papá-canguro" en los partos por cesárea y con unas recomendaciones dignas de ser reconocidas y tomadas en cuenta por el resto de hospitales españoles.

    Les recomiendo su lectura.